No puedo entender por qué
corro bajo la lluvia sobre el asfalto de una calle desierta, donde los
edificios, árboles y aceras, se van volviendo cada vez más borrosos. Una sirena
aúlla a lo lejos, detrás de mí.
La luz que arrojan las farolas de
hierro irrumpe en la oscuridad con múltiples
rayos amarillos. A mi izquierda aparece un enorme edificio rectangular de
mármol blanco, que se eleva sólo un poco sobre la calle. Para entrar en él, hay
que bajar una escalinata lisa y aséptica, como de hospital, que ocupa todo el
frente.
Comienzo a descender de prisa. Enseguida
tengo que detenerme pues, al acercarme a una de sus puertas de vidrio
esmerilado, parece que estuviera
cerrada. Pero ni siquiera tiene llave o picaporte, y con un suave empujón se
abre sin hacer ruido.
Frente a mí un salón enorme se pierde
en la oscuridad hacia ambos lados. Alta sobre mi cabeza brilla una lívida luz de
mercurio, y unos metros más adelante, el agua. Todo el edificio parece ser un largo
muelle techado, y su vastedad es sobrecogedora. Sólo escucho el rumor de las
olas al chocar contra el malecón embaldosado.
Pero de pronto, como si fueran mis ojos
los que crearan las imágenes a partir de la nada, percibo la forma de un barco
que parece a punto de zarpar, aunque no se ven pasajeros ni tripulación. No hay nadie para esperar, nadie para ser despedido.
El puente que une al barco y al muelle
está desierto.
Nerviosamente aparto un mechón de
cabellos mojados de mi cara, y corro hacia él. Escucho el sonido de mis
pasos, agigantándose. Parece seguirme multiplicado en ecos.
Al
llegar al puente aparece un oficial, que tiende la mano para ayudarme a subir.
–La esperábamos –dice simplemente.
No puedo ver su cara; no sé si por la penumbra o por su forma de
moverse. El puente es retirado y el barco parte lentamente sin hacer sonar la
sirena. Subo por una estrecha escalera hacia una de las cubiertas
superiores y, al alcanzarla, encuentro todo lo que se supone que debería
encontrar: la actividad de la tripulación, y los pasajeros descansando o
paseando despreocupadamente. No reconozco a nadie.
Una camarera me toma del brazo, y me
arrastra hasta un camarote.
–Acá tiene todo lo que necesita ––dice
con una sonrisa antes de salir.
Exhausta, me siento en el borde de la
litera. Un espejo me devuelve mi imagen demacrada, con restos de sangre seca
adherida sobre la frente. No recuerdo haberme herido.
Miro a mí alrededor y veo ropa y
calzado de mi talla, perfectamente ordenados en un placard abierto. Sobre
el tocador, los productos que uso. Incluso mi perfume favorito.
Siento la vibración del barco al
deslizarse sobre las aguas mansas, y por el ojo de buey puedo ver una maravillosa
puesta de sol con fulgores dorados y naranja, que rielan sobre mínimas ondas de
espuma... Pero... ¿y la noche?... ¿y la lluvia?...
Me precipito por un largo pasillo al
que dan las puertas de los camarotes. De algún modo sé que no hay nadie en
ellos, o que tal vez eso no importa. Voy abriendo una a una todas las puertas, a
derecha e izquierda. Tras cada una de ellas hay un ojo de buey idéntico, que
muestra una puesta de sol... ¡idéntica!
Pienso en la sirena, en la sangre
sobre mi frente, y en la situación
absurda en que me encuentro.
Poco a poco comprendo que lo único que me
queda por hacer, es dejarme llevar sin oponer resistencia, hasta el fin del
viaje.
Entonces comienzo a cepillarme el pelo, y me pregunto cuál será el vestido más adecuado para subir a cubierta a reunirme con los
demás.
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