domingo, 30 de diciembre de 2012

El pozo


Nicka secó su frente con el pañuelo de seda. Tenía sed, y faltaban varios kilómetros para llegar a la aldea donde vivía su abuela.
 “El caballo también estará sediento”, pensó. Pero miró a su alrededor y no vio rastros de agua.
       
        A unos cuatrocientos metros se veía un grupo de árboles oscuros, rodeados por un anillo de arbustos. Aunque debía desviarse un poco del camino que zigzagueaba entre las colinas, decidió acercarse a ellos para descansar. Bajó del caballo, y lo llevó hasta la sombra de un primer árbol solitario. Mojó apenas los labios con el agua que quedaba en la cantimplora y luego la derramó íntegramente en un cuenco formado en la roca, para que Pegaso bebiera. Después, levantando un poco la larga falda de su vestido de novia, se dirigió hacia la arboleda.
            
        Oculto bajo unas plantas trepadoras, cubiertas  de exangües flores amarillas, encontró un peñasco. En él, desgastada por el paso del tiempo y la intemperie, había una inscripción que terminaba en: “... del pozo”. Por debajo, unas palabras ininteligibles terminaban en: “lo que quieres...”
Nicka suspiró.  “Un pozo”, pensó. “Tal vez aún haya algo de agua”.

        Parecía que en mucho tiempo nadie había pasado por allí. No había senderos visibles y ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros. El sol todavía estaba alto y la viajera se sentó a la sombra, tratando de imaginar qué había pasado cuando fueron a buscarla para la boda, y no la encontraron.
 Y es que hizo lo único que quedaba por hacer: huir. Pero abuela Valadia no la condenaría y le daría el tiempo necesario para que los suyos aceptaran que no se casaría con Karl... ni con nadie.
        Porque Nicka había deseado desde siempre ser una sacerdotisa del Templo de la Bóveda Estrellada. Anhelaba invocar a los espíritus, conocer lo que aún no había sido siguiendo la ruta matemática de las estrellas, y derramar la sangre de los sacrificios que complacían a los Dioses.
        Y poco a poco, a causa del calor o del cansancio, se fue adormeciendo con estos pensamientos.
        Al principio no supo si eran parte del sueño, o del despertar. Pero a lo lejos, como traídas por el viento pese a la quietud del aire, se escuchaban voces. Voces y risas tenues, que se acrecentaban, e iban transmutándose en una canción bellísima e hipnótica, cantada en una lengua desconocida.
       Sin embargo, ella entendió. Era un llamado, y en él estaba entretejido su propio nombre.
       ––Nicka... Nicka... ––Susurraban. Suplicaban. Exigían.
        Se incorporó sobresaltada. Sintió el latido de la sangre en su pulso y en sus sienes, y fue hacia ellas apartando las malezas, lastimándose, dejando jirones de ropa en las zarzas espinosas, hasta alcanzar el pozo.
        En el centro de un círculo de árboles donde jamás llegaba la luz del sol, se elevaba el brocal hecho de piedras grises, cubierto de verdín. De allí provenían las voces, y eran más claras que nunca.
        Dobló cuidadosamente el velo nupcial que dejó en el borde, se quitó los zapatos, y  se asomó. Extendió las manos blancas hacia otras manos ansiosas que la reclamaban desde lo profundo, y entonces se precipitó al vacío. Una vez más, todo fue silencio.
        Ese mismo día, Pegaso llegó a la aldea sin su amazona. Fue en vano buscarla por los alrededores, y nadie se aventuró a internarse en el Bosquecillo del Pozo.
        Pero abuela Valadia no necesitaba explicaciones. Conocía como nadie el corazón de Nicka y sin derramar lágrimas inútiles, recordó la antigua inscripción: “Mantente alejado del pozo...  porque puedes encontrar lo que quieres”.
        “Porque puedes encontrar lo que quieres” ––. Repitió con un suspiro, antes de entrar a la casa.

Publicado en Horizon Literar Contemporan (Rumania)
Septiembre - Octubre 2011


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