martes, 28 de agosto de 2012

Cruce de caminos


El calor era agobiante. El viento del desierto levantaba torbellinos de polvo, y unas plantas espinosas rodaban por la planicie, dejando escuchar un chasquido seco.
        La vieja estación de servicio y el hotelucho tenían un cartel despintado que anunciaba pomposamente: “Bar y Restaurante”.  Aparecían de golpe ante el viajero, borrosos en medio de la nada. Un poco más allá, unos barracones guardaban la camioneta, las herramientas, y la huerta hidropónica que Ana Losada había cultivado durante varios años con éxito considerable.
        Ana estaba sentada en el salón vacío, bebiendo un refresco al que le había agregado hielo y una generosa dosis de ginebra. A su lado, una vieja valija de cuero marrón guardaba todo cuanto necesitaba para irse.
        Su cabello castaño estaba recogido en un moño flojo. El jean gastado y la musculosa azul marino, le daban un aire juvenil a pesar de los pliegues que rodeaban sus ojos y su boca.
        Por los ventanales sin cortinas la mirada podía extenderse hasta el horizonte que se ondulaba a lo lejos, en unas mínimas colinas azules.
        Sólo el cruce de caminos en medio de las viejas construcciones, recordaba que había otro mundo en alguna parte.    
        Sus ojos se llenaron de lágrimas ¿Sería la música de la rockola, ese tango de Piazzolla llorado por un bandoneón el que le hería el alma? ¿Qué podía atarla al desierto patagónico, a esta parcela sin nombre que casi todos iban dejando atrás?
        Los recuerdos se desdibujaban. Los sueños ya no existían. Quedaron enterrados en la tumba de su marido, que descansaba en el cementerio del pueblo más cercano. Y aún siendo el más cercano, estaba verdaderamente lejos.
        El reloj marcaba las once; pronto llegarían los camiones que transportaban fruta desde el Valle y, casi enseguida, el ómnibus que la llevaría lejos.
        El viejo Alfonso estaba al alcance de su vista, concentrado en apilar cajas de mercadería. Ema y Manuel no tardarían en llegar, con su hijo Quique. Entonces comenzarían los preparativos para atender a los viajeros; pero esta vez  sin ella. Esperaba que pronto encontraran su reemplazo. Su reemplazo. ¡Cómo si fuera fácil!
        Habían sido lo más parecido a una familia que jamás tuviera. Durante varios años, compartieron las tareas y las pocas sorpresas y alegrías de aquel amplio espacio desolado.
        Cuando ya no estuviera… ¿se acordarían de darle suficiente agua a Piki, el terrier de pelo duro que abandonó un viajero hacía más de dos años?
        Pensó que en poco tiempo,  las tunas que estaban junto a la entrada del hotel volverían a florecer como un desafío a la falta de agua, a las temperaturas extremas, y a la desesperanza.
        Se preguntó que encontraría más allá, porque nadie la esperaba. Recordó sin nostalgia el mundo agitado y superficial al que había renunciado hacía más de veinte años. Se sirvió otro trago. Piki entró agitando la cola, y restregó cariñosamente el hocico contra sus rodillas.
        Ana observó atentamente a sus amigos. Se levantó, y puso otra ficha en la rockola. Nada de tristezas. Un rock furibundo de los cincuenta inundó el salón, y escapó, estridente, por las ventanas abiertas de par en par.
       Alfonso y Ema, Manuel y Quique, se acercaron sorprendidos. Ana frunció unas cejas dubitativas, pateó la valija, que se derrumbó sobre el piso, y poniendo las manos en la cintura, dijo:
                –– Voy a buscar más servilletas. ¿Les parece que la bebida se habrá enfriado lo suficiente?

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