sábado, 27 de octubre de 2012

El viaje (Relato onírico)


No puedo entender por qué corro bajo la lluvia sobre el asfalto de una calle desierta, donde los edificios, árboles y aceras, se van volviendo cada vez más borrosos. Una sirena aúlla a lo lejos, detrás de mí.
         La luz que arrojan las farolas de hierro irrumpe en la oscuridad con múltiples rayos amarillos. A mi izquierda aparece un enorme edificio rectangular de mármol blanco, que se eleva sólo un poco sobre la calle. Para entrar en él, hay que bajar una escalinata lisa y aséptica, como de hospital, que ocupa todo el frente.
        Comienzo a descender de prisa. Enseguida tengo que detenerme pues, al acercarme a una de sus puertas de vidrio esmerilado, parece que estuviera cerrada. Pero ni siquiera tiene llave o picaporte, y con un suave empujón se abre sin hacer ruido.
      Frente a mí un salón enorme se pierde en la oscuridad hacia ambos lados. Alta sobre mi cabeza brilla una lívida luz de mercurio, y unos metros más adelante, el agua. Todo el edificio parece ser un largo muelle techado, y su vastedad es sobrecogedora. Sólo escucho el rumor de las olas al chocar  contra el malecón embaldosado.
       Pero de pronto, como si fueran mis ojos los que crearan las imágenes a partir de la nada, percibo la forma de un barco que parece a punto de zarpar, aunque no se ven pasajeros ni tripulación. No hay nadie para esperar, nadie para ser despedido.
        El puente que une al barco y al muelle está desierto.
       Nerviosamente aparto un mechón de cabellos mojados de mi cara, y corro hacia él. Escucho el sonido de mis pasos, agigantándose. Parece seguirme multiplicado en ecos.
Al llegar al puente aparece un oficial, que tiende la mano para ayudarme a subir.
        –La esperábamos –dice simplemente.
      No puedo ver su cara; no sé si por la penumbra o por su forma de moverse. El puente es retirado y el barco parte lentamente sin hacer sonar la sirena. Subo por una estrecha escalera hacia una de las cubiertas superiores y, al alcanzarla, encuentro todo lo que se supone que debería encontrar: la actividad de la tripulación, y los pasajeros descansando o paseando despreocupadamente. No reconozco a nadie.
         Una camarera me toma del brazo, y me arrastra hasta un camarote.
        –Acá tiene todo lo que necesita ––dice con una sonrisa antes de salir.
      Exhausta, me siento en el borde de la litera. Un espejo me devuelve mi imagen demacrada, con restos de sangre seca adherida sobre la frente. No recuerdo haberme herido.
       Miro a mí alrededor y veo ropa y calzado de mi talla, perfectamente ordenados en un placard abierto. Sobre el tocador, los productos que uso. Incluso mi perfume favorito.
        Siento la vibración del barco al deslizarse sobre las aguas mansas, y por el ojo de buey puedo ver una maravillosa puesta de sol con fulgores dorados y naranja, que rielan sobre mínimas ondas de espuma... Pero... ¿y la noche?... ¿y la lluvia?...
        Me precipito por un largo pasillo al que dan las puertas de los camarotes. De algún modo sé que no hay nadie en ellos, o que tal vez eso no importa. Voy abriendo una a una todas las puertas, a derecha e izquierda. Tras cada una de ellas hay un ojo de buey idéntico, que muestra una puesta de sol... ¡idéntica!
      Pienso en la sirena, en la sangre sobre mi frente, y en la situación absurda en que me encuentro. 
    Poco a poco comprendo que lo único que me queda por hacer, es dejarme llevar sin oponer resistencia, hasta el fin del viaje.
     Entonces comienzo a cepillarme el  pelo, y me pregunto cuál será el vestido más adecuado para subir a cubierta a reunirme con los demás.


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